La pandemia de la COVID-19 plantea tres desafíos sin precedentes en nuestros días para la salud, para la economía y para la sociedad. Vivimos en una crisis, en una encrucijada de cambios, en una situación inestable, incierta y profunda, cuyas consecuencias trascendentales hoy por hoy en gran medida desconocemos.
El cese repentino de la actividad económica está provocando una crisis que privará a muchas personas de empleos y recursos. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que mil millones de personas en todo el mundo corren el riesgo de perder sus medios de subsistencia. Terrible presagio.
Sin embargo, también hay que reconocer que los últimos tiempos han puesto de relieve a muchas personas que antes eran poco visibles e incluso subvaloradas, pero cuyo trabajo ha sido esencial -¡y debe seguir siéndolo!- para que el conjunto de la sociedad pueda sobrevivir. Los aplausos al caer la tarde han sido un merecido reconocimiento social y con él una valoración de la dignidad de las personas que los practican, asunto que no solo debe quedar ahí.
La necesaria recuperación económica me parece que debe implicar entre sus metas que todos puedan contribuir con su trabajo al bien de la «casa común», dando acceso prioritario al trabajo para todos. El objetivo, pues, no debe ser una recuperación económica a toda costa, sino la reconstrucción de una actividad que ofrezca un trabajo decente, sostenible y participativo. La crisis exige una verdadera solidaridad en la acción, una solidaridad que no sea un vago sentimiento de compasión superficial.
La pandemia está cambiando la forma en que trabajamos. Durante el confinamiento, el «teletrabajo» se ha desarrollado con sus ventajas y limitaciones. Por otra parte, la reanudación de la actividad está imponiendo temporalmente distancias interpersonales, uso de mascarillas, restricciones en los equipos,…, cuyo impacto en las personas y las estructuras productivas difícilmente se puede todavía medir.
También hay actividades que se han detenido y que tal vez no se reiniciarán, o que se desarrollarán de manera diferente. Este complejo panorama obliga a los directivos de empresa, entre otras actuaciones, a asumir el desafío de apoyar a las personas a capacitarse, a adaptarse a la nueva situación. Sin embargo, es una ilusión pensar que, por ejemplo, gracias al teletrabajo se pueden hacer negocios sin un espacio físico donde las personas se reúnan, al menos en ciertos momentos, para trabajar juntas. No conviene olvidar que el trabajo tiene una dimensión individual y social.
Debe tenerse precaución. Si nos remontamos a la crisis de 2008, entonces se pensó que nunca las cosas volverían a ser lo mismo, que habría una transformación. Pero los modos de producción anteriores se renovaron muy rápidamente. Sin embargo, la crisis actual mucho más profunda ofrecerá, me parece, la oportunidad de cuestionarse sobre la naturaleza de nuestra relación con el consumo y sobre la forma en que producimos los bienes que necesitamos. ¿Hasta qué punto se corregirán los defectos del modelo económico, social y medioambiental en que vivimos?
Nuevas preguntas, nuevos problemas surgen constantemente y siempre dan lugar a nuevas respuestas y esperanzas, pero también a temores y amenazas relacionadas con esta dimensión fundamental de la existencia humana: el trabajo. ¿Un desarrollo tecnológico en función exclusivamente del beneficio económico, sin prestar atención a consecuencias negativas, continuará igual? Convendría subrayar al respecto que la racionalidad económica es lo contrario de la optimización exclusiva de los beneficios económicos.
Una persona es racional en economía cuando, entre otras cosas, persigue un “beneficio” que mejore las condiciones de vida de sus congéneres, cuando les asegure un futuro mejor.