Hace unas semanas un Tribunal catalán concedió a una trabajadora una compensación por despido improcedente notablemente superior a los 33 días de salario por año trabajado. La sentencia concluyó que la indemnización tasada legalmente era, en ese caso concreto, insignificante.
La ministra de Trabajo salió a la palestra con un “yo ya lo dije” y aderezó el debate: “soy partidaria de que la indemnización no esté topada a una cantidad fija y que se tengan en cuenta factores como la situación económica o personal del trabajador”.
La polémica no está recién pintada. La Ley de Contrato de Trabajo de 1944 -y la previa de 1931-, confiaba al juez la fijación de la indemnización en función de aspectos como la facilidad de encontrar otra colocación, las cargas familiares o el tiempo de servicios. El Decreto Ley 17/1977 también iba por ahí.
Con la llegada del Estatuto de los Trabajadores -en 1980- se suprimió el arbitrio judicial en la determinación de la indemnización por despido improcedente y se estableció un baremo objetivo y predeterminado en función de la antigüedad y el salario. Desde entonces, el legislador ha mantenido este criterio.
Pues bien, al margen de que un excesivo proteccionismo genera, en ocasiones, efectos indeseados a los supuestos protegidos, la implantación de un sistema de compensación de daños subjetivo daría lugar a situaciones perversas con algunos colectivos -por ejemplo, aquellos cercanos a la edad de jubilación-.
Igualmente, la dificultad para cuantificar, despido a despido, los daños sufridos, introduciría agravios comparativos entre trabajadores difíciles de digerir, así como una buena ración de inseguridad jurídica. Todo ello, además, sin tener en cuenta que cargaríamos sobre las espaldas de los empresarios la biografía y las circunstancias personales de todos sus empleados.